septiembre 21, 2012

Ansteigen

Llego a la fila para comprar el pasaje. Al otro lado de la entrada están una mujer y un hombre joven, cerca de los treinta años, que hablan en voz baja. Miro hacia la fila y luego, al voltear a mirar de nuevo, veo al joven acercarse, con determinación pero rehuyendo las miradas de otros.

Me pregunta si puedo ayudarle con algo. La mujer con la que hablaba mira de lejos con curiosidad. Le respondo preguntándole en qué puedo ayudarle, me comenta que necesita ayuda con dinero para el pasaje. Miro de nuevo a la mujer y luego le digo a él que puedo comprar el pasaje junto con el mío. Me aclara que el de él es especial, pues debe incluir el pasaje a un municipio cercano.

Compro los tres pasajes, dos míos para ir y volver, uno para él que va de regreso a casa. Me agradece con cara de timidez y sudor en la frente. Salió más tímido que yo. Pasamos el torniquete y cada uno va a una fila diferente para esperar.

Una vez entramos, se acerca nuevamente y me agradece con expresión de nerviosismo y sinceridad. Se presenta, con lo que llego a saber que se llama Juan Fernando. Me comenta que entró a trabajar hace tan sólo dos semanas en una fábrica muy conocida, hace sólo quince días, por lo que se esfuerza yendo incluso en domingos como hoy. Se vale de amigos y vecinos buscando conseguir el dinero que necesita para ir y volver, esperando que llegue el primer pago. Tiene tres hijos y, tras varios meses desempleado, no quiere dejar escapar la oportunidad de contar con un ingreso seguro que le permita cuidar de ellos.
Me ofrece anotar su número telefónico por si alguna vez llego a necesitar dónde quedarme o simplemente ayuda de un nuevo amigo. Por primera vez, la timidez da paso a una cara que refleja alegría. Me agradece de nuevo y me colma de bendiciones.

Me pregunta de dónde soy. Aclara luego que cree que soy español por el acento raro, que no parece de bogotano. Comenta luego, nuevamente con timidez, que es extraño que yo sea tan amable sabiendo que normalmente -con todo respeto-, los que viven en Bogotá suelen ser acelerados, serios y poco amables. No me esfuerzo en afirmar algo diferente, pues el lugar común no está muy lejos de lo que describe.

Me dice que me ve muy solo y pregunta si no tengo a alguien con quién pasar el tiempo. Suben dos mujeres jóvenes y él sonríe al decirme que mire, vea cómo hay muchas mujeres por ahí para conocer. Me pregunta por qué no las miro de arriba a abajo y de abajo a arriba. Que si soy cristiano o algo. Relajado, relajado, ya las vi cuando entraron.

Me ofrece un consejo. Debo tener cuidado con las mujeres que andan por ahí en los barrios. Es mejor salir con las que van a las oficinas a trabajar, pues suelen ser personas amables y juiciosas. Esta ciudad es un buen lugar para salir con alguien; hay muchas personas para conocer. No es bueno que usted ande tan solo por ahí.

Le agradezco el consejo mientras llegamos a la parada. Sonrío, me despido y me bajo. Mientras salgo de la estación, pienso en todo lo que acaba de pasar.

Hice la buena obra del día, pude ayudar a alguien que lo necesitaba. A cambio, recibí gratitud sincera e inesperadas palabras de consuelo cuando no las andaba buscando. Es sin duda un trato justo.

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